miércoles, 21 de octubre de 2020

Los oráculos y la adivinación

El de los oráculos y la adivinación no es un tema fácil, como tampoco lo es el de las sibilas o profetisas que “oyen” o “ven” los mensajes de los que se hacen emisarias. Actualmente, nada está más lejos de la cotidianidad de los modernos que el diálogo con los dioses o las potencias vivas del universo. ¿Quién los reconoce como lo que son, las fuerzas que mantienen la arquitectura cósmica, las energías que regulan el devenir y que marcan el destino del mundo y de todos los seres, o sea, los intermediarios entre el Principio y su manifestación, en la que por supuesto está incluido el ser humano? ¿Quién los invoca y mantiene con ellos un diálogo permanente?


Y si no se los recuerda, ni nombra ¿cómo esperar que se revelen o “hablen” con facilidad? Ellos no caen en la trampa de la estulticia y la soberbia humana —que cree bastarse a sí misma—, y como agudos estrategas se mantienen en la retaguardia, vigilantes. Ante la ignorancia generalizada, ahí permanecen, medio retirados, distantes, ora tediosos, ora demasiado silentes; aunque a veces nos sorprenden con sus convulsiones, manifestadas a través de catástrofes naturales y fenómenos meteorológicos extremos, que sólo consiguen despertar una mueca pasajera de miedo y horror en las caras de los televidentes, aunque luego ni siquiera se plantean qué mensaje oculto, simbólico, subyace tras esas hecatombes.

El oráculo calla para quien no reconoce la visión de las cosas tal cual es. Por eso hoy, ante la inmensa sordera de los receptores, los oráculos están más silenciosos que nunca, pues lo central en ellos no es saber si pasará esto o aquello, ni cuándo, ni cómo, ni si se saldrá ganando o perdiendo en tal o cual gesta. Lo nuclear, y eso siempre ha sido así, es dar cabida a la irrupción del dios, del emisario que se cuela por la brecha que comunica los simultáneos planos del universo, lo que significa hacer efectiva y actuante la concatenación entre todos esos mundos.

Imagen:
François Lagrenée, Alejandro consultando el oráculo de Apolo. Musée Fabre, Montpellier.

Colección Aleteo de Mercurio 2.
Las diosas se revelan.
Mireia Valls,
con la colaboración de Lucrecia Herrera.
Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, Mayo, 2017.



miércoles, 7 de octubre de 2020

Volvamos a las pitonisas o sibilas...

¿Quiénes son estas misteriosas mujeres a las que la antigüedad tanto veneró, y que hoy ni se las recuerda, o a lo sumo se las tiene por una leyenda, cuando no por unas locas dementes?


Cristina de Pizán las pondera de este modo en uno de sus libros:

Entre las mujeres de muy alta dignidad, figuran en primer lugar las sabias sibilas que, según los autores de mayor autoridad eran diez. Escúchame bien, querida Cristina, ¿ha existido jamás un solo profeta a quien Dios haya concedido el honor de la revelación y haya querido tanto como a esas nobles damas que estoy evocando? Les confirió tales dones de profecía que lo que decían no sólo parecía anticipar el futuro sino narrar acontecimientos pasados, conocidos ya, porque sus escritos resultaban tan claros e inteligibles como una crónica. Anunciaron incluso la llegada de Cristo de forma más clara y detallada que los textos de los profetas. Las llamaron “sibilas”, lo que significa: “la que conoce el pensamiento divino”, porque tan milagroso era su don de profecía que sólo podía provenir del espíritu divino; “sibila” se refiere, por lo tanto, a un oficio y no a un nombre propio. Nacieron en diversos países del mundo y en épocas distintas, pero todas vieron hechos extraordinarios que habían de acontecer más tarde, como el nacimiento de Cristo, al que hemos aludido ya. Sin embargo, todas eran paganas y ninguna perteneció a la religión judía.

Llamaron a la primera sibila, que venía de Persia, Pérsica y a la segunda, que era libia, se la llamó Líbica. La tercera recibió el nombre de Délfica, por haber nacido en el templo de Apolo en Delfos. Profetizó la destrucción de Troya y Ovidio le dedicó unos versos. Nació en Italia la cuarta, llamada Cimeriana. Erífila se llamaba la quinta, originaria de Babilonia. Ella anunció a los griegos que habían acudido para consultarla que habían de destruir Troya e Ilión, su ciudadela, y que Homero dejaría sobre tales hechos un relato muy fantasioso. Le cambiaron el nombre por el de Eritrea porque así se llamaba la isla donde vivía y allí se descubrieron sus libros. La sexta se llamó Samiana, por ser de la isla de Samos. Nacida en Italia, en Cumas, provincia de Campania, la séptima llevaba el nombre de Cumeana. Helespontina, por el Helesponto, la llanura de Troya, era la octava, que vivió en la época de Ciro y del famoso autor Solón. En Frigia nació la novena, la sibila Frigiana, que profetizó claramente la llegada de un falso profeta o anticristo. A la décima, Tiburtina, le daban también el nombre de Albunia y fue muy venerada por sus oráculos porque anunció la venida de Cristo (1).

Nota:
1. Cristina de Pizán, La Ciudad de las Damas.

Imagen:
Giovani Guercino, Sibila Pérsica. Pinacoteca Capitolina, Roma.

Colección Aleteo de Mercurio 2.
Las diosas se revelan.
Mireia Valls,
con la colaboración de Lucrecia Herrera.
Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, Mayo, 2017.