Todos los seres humanos actuamos, y los reyes no son una excepción. Su desempeño puede ser patético como el de los monarcas actuales, o bien estar imbuido de alguna comprensión de la Idea o faceta que a través de su actuar se simboliza, tal el caso de los grandes reyes cultores de reinos y ciudades de la Antigüedad mítica (los reyes David y Salomón, el rey Numa Pompilio de Roma, el rey Erecteo de Atenas, etc.).
¿Y qué Idea es esa? Hermes Trismegisto lo expresa así:
La virtud del rey, es más, el solo nombre de rey, confiere la paz. Pues el rey es llamado así porque se apoya con pie ligero sobre el poder supremo, y porque es dueño de la palabra que produce la paz, y porque ha nacido para llevarla sobre el dominio de los bárbaros; y por ello el solo nombre de rey es símbolo de paz (1).
Una paz que no es una ñoñería ni tampoco pasividad, sino la conciliación enérgica de opuestos aparentemente irreductibles por obra del Amor y del dios Hermes, patrón de todas las disoluciones, coagulaciones y transmutaciones. Una efectivización de la Unidad en todos los planos de la Existencia universal y por tanto en toda situación y coyuntura temporal.
Hoy en día sigue habiendo espacios que son gobernados cabalmente con arreglo a esta ley, aunque están ocultos y suelen ser extraordinariamente pequeños. Su territorio puede no ser más vasto de lo que ocupa una habitación, y las más de las veces hay un único habitante en ellos: aquél que por alguna afortunada circunstancia se ha dado cuenta de que está ungido como rey de sí mismo y asume conscientemente el papel que le ha correspondido en el gran Teatro del Universo, es decir, su Destino.
Debemos remontarnos hasta el Renacimiento isabelino y su proyección en la Europa central de finales del siglo XVI y principios del XVII para dar con reinos que aún estaban regidos por hombres y mujeres conscientes de su alta misión actoral como príncipes de la paz y guardianes de la Tradición de Hermes (2): Rodolfo II, Federico V del Palatinado... y, claro está, Isabel I, la “Reina Hada”, “Reina Virgen” y “Gloriana Regina”.
El reinado de más de 40 años de la reina Isabel (1558-1603) significó un resurgimiento de la Tradición Hermética al margen de las espesas sombras del rigorismo religioso que se cernían sobre las luces de la intelectualidad espiritual y habían acabado por asfixiarla completamente en el ámbito de la Contrarreforma. No es casual que las artes liberales floreciesen bajo la égida de esta “actriz cósmica”, ni que en su tiempo se compusiesen libre-
tos teatrales que hoy continúan transportando nuestro pensamiento a planos más elevados del ser y proporcionándonos claves para el Conocimiento (3). Libretos que fueron representados con grandeza en su época y que todavía iluminan de vez en cuando los teatros de nuestras grises ciudades —siempre que el director no sucumba a la moda de manipular la pieza para darle ‘mayor actualidad’ e introducir una ‘tensión psicológica que mantenga el interés del espectador’, y deje que sean solamente la comprensión de los parlamentos por los actores y las acotaciones del autor en el texto quienes conformen el carácter de los personajes y el desarrollo de la trama—.
Imágen:
“Retrato arco iris” de Isabel I de Inglaterra, Isaac Oliver, 1600.
1. Hermes Trismegisto, Corpus Hermeticum, XVI- II.
2. “Se cree que el romance de Johann Valentín Andreae, Las bodas químicas de Christian Rosencreutz, refleja la corte de la princesa Isabel [Estuardo] y del elector palatino en Heidelberg, y que expresa en lenguaje mítico las aspiraciones rosacruces que los rodeaban”. (Frances A. Yates, Las últimas obras de Shakespeare; una nueva interpretación.)
3. “Pero nosotros somos espíritus de otra suerte: yo, muchas veces he jugado con el amor de la mañana, y, como un guardabosque, puedo andar por las selvas hasta que los pórticos de Oriente, todos encendidos de rojo, abriéndose sobre Neptuno, con hermosos fulgores felices, conviertan en amarillo oro sus verdes ondas saladas”. (William Shakespeare, Un sueño de la noche de San Juan.)
Colección Aleteo de Mercurio 1.
La Máscara Real y su Simbólica.
Mireia Valls y Marc García.
Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza 2017.